El bienestar no es una herencia asegurada ni un adorno de la política, sino un edificio que hay que reforzar continuamente Leer El bienestar no es una herencia asegurada ni un adorno de la política, sino un edificio que hay que reforzar continuamente Leer
«Pourquoi me réveiller?» —»¿Por qué despertarme?»— se pregunta Werther, el héroe alemán de Goethe que en la ópera de Massenet canta en francés. La pregunta resume la tensión entre permanecer en el sueño y asumir la vigilia. Hoy son Alemania y Francia quienes han aceptado despertar del ensueño de un bienestar infinito. España, en cambio, sigue aferrada a la ilusión de que aplazar la realidad equivale a superarla.
Creer que España está hoy mejor que Alemania es un espejismo de sobremesa, la ilusión de quien confunde la transformación humilde con la solidez. Alemania, con la disciplina que la historia le ha impuesto, ya ha pronunciado lo que otros no se atreven a decir: el Estado del bienestar, tal como está concebido, es insostenible. Friedrich Merz lo afirmó sin temblar: no se puede seguir gastando más de lo que la economía produce. La cifra es elocuente: más de 47.000 millones de euros dedicados el último año a transferencias sociales. Alemania, acostumbrada a reforzar sus cimientos en épocas tranquilas, ha debido asumir la reforma en plena tormenta. Y lo hace porque aprendió en los años duros que la peor estrategia es esperar a que el edificio se agriete hasta el colapso.
Francia, siempre el hijo rebelde y caprichoso de Europa, se enfrenta ahora al espejo con una crudeza inhabitual. François Bayrou, convertido en primer ministro de urgencia, ha colocado sobre la mesa un ajuste de 43.800 millones de euros: recortes en el gasto público, supresión de empleos estatales, congelación de pensiones y hasta la eliminación de días festivos. La meta no es otra que reducir un déficit que roza el 6 % del PIB y llevarlo, a lo largo de cinco años, a un 2,8 %. Bayrou ha decidido atarse a la soga de un voto de confianza el 8 de septiembre. Puede perderlo —todo indica que la oposición y la calle se lo recordarán—, pero su gesto resume bien el momento europeo: o se actúa ahora, o se admite que el Estado social, sin ajustes, se convierte en una promesa vacía.
España, entretanto, observa y calla. No existe un plan serio de reformas, ni un debate riguroso sobre la sostenibilidad de nuestras cuentas. La deuda pública supera ya el 110 % del PIB y, a diferencia de los últimos años, el Banco Central Europeo ha iniciado la retirada lenta pero firme de sus programas de compra. Ya no hay red de seguridad ilimitada para financiar déficits crecientes. La factura de la complacencia se encarece en silencio: tipos más altos, mayor vulnerabilidad a cualquier giro de los mercados, más dependencia de prestamistas externos. Mientras tanto, las instituciones se desgastan en disputas menores y la estructura financiera se resquebraja bajo la retórica de la inercia.
Lo paradójico es que las sociedades más modestas, las que conocen el límite y el esfuerzo, rara vez se complacen en ver a otros caer. Buscan inspiración en quienes van delante, admiran la capacidad de levantarse y, más que regodearse en el sufrimiento ajeno, prefieren aprender y caminar juntos. Esa debería ser también la actitud de España: mirar lo que otros hacen y reconocer que las reformas, aunque duras, sostienen lo que la retórica hueca no puede.
Europa vuelve a encarnar sus viejas metáforas. Alemania, heredera de su disciplina romántica y de su memoria de hierro, se inclina hacia el deber antes de que el suelo ceda. Francia, antaño realista hasta en la tragedia, elige atravesar el dolor de la cirugía antes que prolongar la enfermedad. España, en cambio, permanece en la penumbra, como esos pueblos que confunden la sordera con la espera. El bienestar no es una herencia asegurada ni un adorno de la política: es un edificio que hay que reforzar continuamente. Quien no se atreva a sostenerlo con reformas, acabará viéndolo desplomarse a la intemperie.
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