Pese al armisticio, Tel Aviv intensifica los bombardeos contra el país árabe, mientras el Gobierno local intenta desarmar a Hizbulá, que replica que eso llevará a la «guerra civil» Leer Pese al armisticio, Tel Aviv intensifica los bombardeos contra el país árabe, mientras el Gobierno local intenta desarmar a Hizbulá, que replica que eso llevará a la «guerra civil» Leer
El retrato de Imad Mugniyeh se encuentra a la entrada de Ansariya, a pocos metros del lugar que fue bombardeado por la aviación israelí. Una foto descolorida que simboliza el declive que ha experimentado en estos últimos años por el movimiento paramilitar del que Mugniyeh fue uno de sus principales estrategas militares. El alcalde de la población, Abbas Faqih, se encuentra recorriendo a media mañana los despojos metálicos calcinados que antes fueron palas excavadoras. Hay decenas y decenas de vehículos reducidos a chatarra ennegrecida. Algunas de las máquinas siguen ardiendo y arrojando una columna negra de humo al cielo.
Los bombardeos dejaron varios socavones en el asfalto y cribaron de metralla las casas vecinas. La furia de las explosiones arrancó los techos de uralita y metal, que permanecen alfombrando las calles adyacentes.
Faqih está convencido que los ataques recurrentes que ha sufrido Ansariya desde octubre de 2023 -cuando comenzó la guerra entre Israel y Hizbulá como una extensión de la que se libraba en Gaza- guardan relación con la triste memoria que evoca para los israelíes esta localidad. «Nos han bombardeado en 106 ocasiones. Somos la población que más han atacado en esta región costera. Nunca van a olvidar la derrota que sufrieron en Ansariya», asegura.
Muchas cosas han cambiado desde la confrontación militar que se registró aquí en 1997, en una finca de cítricos sita a pocos cientos de metros, que dejó 12 uniformados israelíes muertos. La patrulla de las fuerzas de élite Shayetet 13 fue emboscada por los milicianos de Hizbulá, en una sorprendente acción que después se reveló se había gestado gracias a la capacidad del grupo para interceptar la señal de los drones del país vecino.
La operación fue diseñada por el citado Imad Mugniyeh y su primo, Mustafa Badreddine, la pareja que permitió el ascenso de Hizbulá y su transformación en el movimiento insurgente con mayor potencial militar de Oriente Próximo. Aquella era es historia. Tanto Mugniyeh como Badreddine murieron en atentados organizados por Israel. Ni siquiera sobrevivieron para ver como el grupo armado libanés perdía a todo su liderazgo, miles de hombres y sufría un severo revés durante su última confrontación con Israel.
Ahora, los drones que antes podían hackear patrullan a diario sin problemas los cielos de Ansariyah y el resto del Líbano. Wassim Kasab, un libanés de 50 años, afirma que el mismo miércoles vio como uno de esos aparatos reconocía la empresa de excavadoras. «Me pareció extraño que se pasara tanto tiempo durante el día. Suelen venir por las noches. Me pregunté si eso indicaba que estaban preparando algo. La respuesta llegó al caer la noche«, asevera.
El suceso de Ansariyah fue tan sólo uno de los cerca de 12 bombardeos que acometió la fuerza aérea israelí el pasado miércoles -que dejaron cuatro muertos y casi 20 heridos- en una nueva escalada militar de Tel Aviv, pese al alto el fuego que firmó en noviembre del año pasado, que puso fin al enfrentamiento entre sus uniformados y Hizbulá.
Según el diario local L’Orient Le Jour, las agresiones israelíes han costado la vida al menos a 310 personas -sin diferenciar entre civiles y miembros de facciones armadas- desde esa fecha. El centro de análisis israelí Alma, especializado en el seguimiento de Hizbulá, estimó que en ese mismo periodo Israel mató a 147 miembros del grupo, un tercio de ellos entre junio y julio pasado.
La espiral de violencia coincide con la reunión del Gobierno dirigido por Nawaf Salam donde el ejército presentó un plan para desarmar a Hizbulá, un proyecto apoyado por Estados Unidos e Israel, que ha reactivado la tensión sectaria y los peores fantasmas del país. En junio, el enviado especial del presidente Donald Trump para Oriente Próximo, Tom Barrack, presentó a las autoridades locales un detallado programa de acción para obligar a Hizbulá a entregar su arsenal antes de fin de año. Él mismo reconoció que el calendario ha sido «fijado» por Tel Aviv y no por Washington. Los enviados de Estados Unidos han promovido toda una campaña de presión en este sentido, insistiendo que si Beirut rechaza esta idea, Israel podría reanudar la guerra total. El propio Barrack admitió públicamente hace días que Israel «tiene el deseo y la capacidad de quedarse» con el Líbano.
La reunión del ejecutivo en Beirut se zanjó con la retirada del bloque de ministros chiíes -la comunidad de la que se nutre Hizbulá-, haciendo retroceder al Estado árabe a finales del 2006, cuando los representantes de esa confesión también decidieron suspender su participación en el Ejecutivo, iniciando así una espiral que tras meses de incidentes desembocó en violentos choques armados en Beirut y otras regiones del país. Aquellos sucesos, que hicieron temer que el Líbano pudiera caer en otra guerra civil, concluyeron con la victoria de las huestes del entonces secretario general de Hizbulá, Hasan Nasrala, frente a las milicias suníes aliadas del ejecutivo y apoyadas por Estados Unidos. El temor a una confrontación sectaria se disparó tras la virulenta respuesta del sucesor de Nasrala, Naim Qassem, a la propuesta del Gobierno para desarmar a su formación.
«No habrá vida en el Líbano. No rendiremos nuestras armas. Lucharemos si es necesario, sea cual sea el coste», declaró el secretario general del grupo el pasado 15 de agosto en un discurso, donde dejó claro que si el ejército libanés intenta implementar lo que definió como «un plan de Estados Unidos e Israel», el país se sumirá en «la guerra civil».
El enorme mausoleo en el que descansan los restos de Hasan Nasrala, ubicado junto al aeropuerto de Beirut, se ha convertido en destino de peregrinación para miles de chiíes, que, como el jeque Said Abbas Fadllalah, creen que ahora lo que se decide no es el futuro de Hizbulá sino de su propia comunidad. Grupos de devotos se arrodillan y acarician la placa de mármol que marca la sepultura del antiguo dirigente del movimiento, mientras una enorme pantalla de plasma exhibe sus declaraciones.
«Yo estoy feliz», se lee en una pegatina que adorna una librería religiosa instalada dentro del recinto. Debajo se ve el rostro del propio Nasrala acompañado de otros muchos de los dirigentes del llamado Eje de la Resistencia afín a Irán, como el general iraní Qassem Soleimani o el ex jefe de Hamas, Yahya Sinwar. «Quién se una a mi será martirizado, quién se quede atrás, no alcanzará la conquista», añade el texto.
Fadllalah dice que fue el primer residente de Kfar Kila que regresó a la aldea fronteriza -arrasada por Israel- cuando se retiraron los soldados adversarios el 19 de febrero pasado. «Entré andando, para dar confianza al resto de los habitantes, para que volvieran», comenta. El clérigo se instaló entre las ruinas. Estima que «el 95% del pueblo ha sido demolido. Quizás se puedan rehabilitar unas 20 casas, no más». La misma mezquita donde oficiaba es una pila de cemento aplastado.
Encarcelado por los israelíes entre 1998 y 2000 por sus vínculos con Hizbulá, Fadllalah se vio obligado a huir de nuevo de Kfar Kila hace algunas jornadas, ante el acoso de los drones israelíes. «Las últimas semanas se colocaban frente a mi ventana y estaba así toda la noche. Hubo un día en el que dispararon un cohete contra una casa a pocos metros. Comprendí que el mensaje era que me tenía que ir o perdía la vida. Sólo quedan cinco familias viviendo en Kfar Kila. Israel quiere que toda la franja del sur esté deshabitada«, señala.
«El objetivo es acabar con los chiíes porque son los que formaron Hizbulá. Si nos pisotean, nos defenderemos»
Las palabras del jeque chií se confirman durante un recorrido por las poblaciones cercanas a la divisoria con Israel. La mayoría siguen siendo poco menos que aldeas fantasmas, donde los escombros son la norma y los habitantes una excepción. «Hay 24 aldeas afectadas y más de 150.000 desplazados», indica Fadllalah.
Desde hace días, los drones israelíes vienen dejando caer pasquines en los que amenazan a cualquiera que intente rehabilitar esa zona.
Antes incluso del asalto aéreo contra la empresa de Ansariyah -una de las principales firmas de ese tipo de maquinaria en el país- los aparatos israelíes se habían prodigado en la destrucción de cada una de las excavadoras que se acercaban a esa región para recoger los restos de las viviendas demolidas.
«El mensaje es que el sur tiene que permanecer arrasado y sin vida», opinó el alcalde de Ansariyah, Abbas Faqih.
Los violentos mensajes que envía Tel Aviv en este sentido no eximen ni a los cascos azules que están desplegados en esa zona. El martes, drones israelíes dejaron caer cuatro granadas de mano junto a los uniformados internacionales que intentaban abrir una ruta en la aldea sureña de Marwahin, no lejos de la linde con Israel.
Naciones Unidas dijo que era «uno de los ataques más graves contra» sus fuerzas desde el alto el fuego del año pasado. Las explosiones no causaron heridos, pero podrían haber sido «muy trágicas», en palabras de Stephane Dujarric, portavoz del secretario general de la ONU.
Los repetidos asesinatos de integrantes de Hizbulá no han sido respondidos por la agrupación libanesa, que parece asumir su inferioridad militar actual. El daño que está causando Israel en sus filas se observa en la multiplicación de funerales y retratos de nuevos caídos que adornan las poblaciones sureñas, entre los que ya figuran enormes fotos del ex secretario general de Hizbulá, Nasrala, la víctima más insigne de las acciones israelíes.
Por primera vez, también, comienzan a aparecer, aunque de forma muy tímida, las imágenes de Naim Qassem, el nuevo dirigente del movimiento.
La debilidad constatada de Hizbulá y la inacción del ejército libanés ante las repetidas violaciones israelíes a la soberanía libanesa -confirmadas una y otra vez por los cascos azules– han agudizado la paranoia que se observa entre los miembros de la fe chií, donde la mayoría se muestra contraria a que el movimiento entregue sus armas.
«El objetivo israelí es acabar con los chiíes porque ellos son los que han formado la ‘resistencia’ [Hizbulá]. No queremos romper el país, pero si nos pisotean, nos defenderemos. Haremos como Hussein [el referente religioso chií que murió peleando contra sus adversarios en la era medieval]», observa Fadllalah.
El clérigo reconoce que la participación de Hizbulá en la guerra civil de Siria les costó un altísimo precio .»Perdimos mucha gente y los israelíes consiguieron infiltrarse [en el grupo]. Ahora estamos limpiando [intentando capturar a los infiltrados]. Pero nos queda mucha fuerza», agrega.
Sentado en un moderno café remodelado en un centro comercial de Nabatieh -en el sur del país- que sigue devastado en gran parte por los efectos de las bombas israelíes, Jalal Nasser apura otra bocanada de humo de su pipa de agua antes de criticar la implicación de Hizbulá en la guerra de Siria y de reconocer que «perdieron la última guerra» contra Israel.
El empresario libanés dice abiertamente que no simpatiza con el grupo paramilitar, pero también se manifiesta en contra de desmantelar su arsenal. «¿Quién va a defender a nuestra gente? [Nabatieh es una ciudad de mayoría chií]. Todo esto es un proyecto israelí. Quieren generar caos. Que nos matemos entre nosotros«, concluye.
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