El sector y los bienes digitales han cambiado lo que supone poseer un bien: los productos pueden desaparecer y dejar de funcionar de un día para otro Leer El sector y los bienes digitales han cambiado lo que supone poseer un bien: los productos pueden desaparecer y dejar de funcionar de un día para otro Leer
AI Pin parecía tenerlo todo para ser el próximo gran dispositivo del sector tecnológico. Y durante unos días, semanas incluso, lo fue en cierto modo: todo el mundo hablaba de él. Sin embargo, este asistente virtual con inteligencia artificial se quedó por el camino, en parte porque nadie tenía muy claro para qué servía y en parte porque para aquello que servía tampoco se le daba especialmente bien. HP compró la empresa que lo fabricaba, Humane, por 116 millones de dólares y el dispositivo dejó de funcionar. Ahora sus propietarios tienen un elegante pisapapeles por el que pagaron 699 dólares. Conserva, según se detallaba en su web hasta que la página también dejó de estar disponible hace unas semanas, una función, la única para la que no necesita conectarse a internet: es capaz de decir cuánta batería le queda.
Por sí sola su historia no debería suponer nada más; si acaso, una fábula para recordar lo propenso que es el mundillo a las burbujas y el humo. No obstante, ilustra también otra tendencia tecnológica de la que cada vez advierten más voces: los usuarios ya no son propietarios, en el sentido más literal de la palabra, de los bienes que compran. Mientras que las cintas Betamax, las colecciones de vinilos o los cartuchos de Game Boy pueden seguir funcionando décadas después de haber sido abandonados en un trastero -siempre que se hayan guardado con cierto cariño, claro-, hay productos que son irrecuperables una vez que su fabricante los abandona.
Hay un caso, el de Moxie, tal vez aún más llamativo y que refleja mejor la situación que el de AI Pin. Moxie era un robot que se apoyaba también en la inteligencia artificial, aunque en lugar de para hacer de asistente, para ayudar a que los padres enseñasen habilidades sociales a sus hijos; en concreto, a aquellos que estaban en edades prescolares. Costaba 1.500 dólares y era capaz de hablar y jugar. Su fabricante, Embodied, presumía de ayudar a regular las emociones de niños en el espectro autista. La compañía cerró, prácticamente de un día para otro, por problemas económicos y se llevó con ella a Moxie. El dispositivo, un robot humanoide, falleció en el proceso: sin dinero, no había servidores y sin servidores Moxie no podía funcionar. El aparato que debía transmitir habilidades sociales terminó siendo un motivo para explicar el concepto del duelo a los niños gracias a un texto que redactó la propia firma con este fin.
Donde más evidente es este cambio de tendencia, y donde parece haber más resistencia hacia ella, es en el sector de los videojuegos. Recientemente cogió tracción un movimiento surgido en 2024 llamado Stop Killing Games que pide a los desarrolladores que no abandonen los juegos una vez que dejan de darles servicio. Incluso lanzaron una Iniciativa Ciudadana Europea con la que recogieron más de 1,4 millones de firmas -127.456 de ellas, en España- que se encuentra actualmente en proceso de verificación.
«Un número cada vez mayor de editoras venden videojuegos que se deben conectar a través de internet con el desarrollador», explican, algo que «no es un problema por sí mismo», pero que sí se convierte en uno cuando las empresas cortan la conexión necesaria para que el título funcione. «Destruyen todas las copias funcionales del juego e implementan amplias medidas para evitar que los clientes puedan reparar el juego de alguna forma», denuncian. En su opinión, esta práctica «está a todos los efectos robando a los consumidores sus compras y hace que la reparación sea imposible«, algo que lamentan tanto por suponer un ataque a los derechos de los usuarios como por ser «una pérdida creativa para todos los involucrados» que «borra» una parte de la historia «de una forma que no se puede dar en otros medios».
El movimiento recibió el apoyo de Markus Persson, el creador de Minecraft -ahora propiedad de Microsoft-, que fue contundente en un mensaje en X: «Si comprar un juego no es adquirirlo, entonces piratearlo no es robarlo». Después explicó que no espera que las empresas desarrolladoras continúen pagando los servidores necesarios para que funcionen una vez que no tengan interés en el título, sino que pueden sencillamente dejarlo en manos de la comunidad.
El debate sobre quién posee algo que no existe en el mundo físico es tal que llega incluso a las herencias. Un usuario de Steam preguntó a la compañía si podía poner su biblioteca, con todos los juegos digitales que había comprado, en su testamento. Aunque sobre el papel solo haría falta compartir las claves con el heredero, la respuesta de la empresa fue que estos títulos no son transferibles a terceras personas.
«Con los productos físicos existe un concepto que es el agotamiento del derecho de propiedad intelectual», explica Javier Pastor, periodista de tecnología y autor de Suscriptocracia. «Es una ley que dice que cuando tú compras un producto quién te lo vende, el fabricante, el propietario de ese producto, pierde los derechos sobre ese producto y tú puedes hacer lo que quieras con él: puedes revenderlo en Wallapop, puedes triturarlo para hacer un vídeo en Youtube, puedes destriparlo para intentar arreglarlo y ejercer tu derecho a reparar ese producto que teóricamente es tuyo», incide Pastor.
De todos modos, la polémica llega mucho más allá del sector del videojuego. De hecho, ha surgido incluso un verbo, brick -en castellano se suele utilizar como brickear-, cuya traducción sería algo así como convertirse en un ladrillo. Se utiliza para todo aquello que deja de funcionar y se transforma en el mencionado pisapapeles de diseño.
Ya en 2016 la Electronic Frontier Foundation, una organización estadounidense que defiende los derechos y libertades en el mundo digital, avisaba de que «la propiedad no es lo que era» a raíz del caso de Nest: Google adquirió la compañía en 2014 y dejó de dar servicio a algunos de sus dispositivos. «Cuando comprabas un aparato solías poseerlo y podías desmontarlo, repararlo y conectarlo con los accesorios que quisieras sin el permiso ni el conocimiento del fabricante», lamentaban de forma casi premonitoria hace casi una década.
El cambio llegó de la mano de los contenidos digitales. Porque, como detalla Pastor, «no solo cambian esos derechos, sino que no tienes ese control que te da propiedad física». «De repente desaparece y el control lo tienen las empresas», afirma antes de rememorar un ejemplo reciente -tan paradigmático como apropiado- en el que por un problema de derechos, Amazon tuvo que borrar el libro 1984 de los lectores Kindle de quienes lo habían comprado. «Lo que compras no es tuyo, es una licencia para disfrutar de ese contenido mientras la empresa quiera», resume Pastor.
El experto concede que la tendencia conlleva ventajas, no es un cambio que se haya producido porque sí, sino porque ahora el consumo es distinto. «Nos han cambiado la propiedad por el acceso», ilustra. «Es muy cómodo irte a la playa y tener tus películas en el móvil y no tener que llevarte la minicadena o el walkman. Está muy bien, todo hay que decirlo, pero las desventajas son importantes».
Puede parecer un debate baladí -«¿qué más da si una lavadora de repente no funciona en un mundo tan acostumbrado a que cuesta lo mismo comprar una nueva que repararla?», se preguntará-, pero tiene ramificaciones interesantes en una sociedad conectada. En 2022, por ejemplo, el Instituto de Ingenieros Eléctricos y Electrónicos (IEEE) recogió en su revista, IEEE Spectrum, el caso del cierre de Second Sight, una empresa que fabricaba implantes retinales. Al desaparecer, también lo hizo la posibilidad de contactar con sus especialistas, recibir actualizaciones, arreglar los dispositivos -cada uno costaba 150.000 dólares- o incluso conseguir piezas de repuesto.
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