La marea recorre el país, crece día tras día, acompaña al pelotón de la Vuelta a España, que es su involuntario altavoz. En las primeras etapas, en Figueres, en Olot, en Zaragoza, en Lumbier, había habido un abanico de manifestantes pro-Palestina en las primeras etapas.
La marea de protestas, permanente desde la primera semana de la carrera, va in crescendo: los organizadores deciden detener la jornada a tres km de la meta en Bilbao
Entre el dominio robótico de Vingegaard y los Visma y los agresivos intercambios de pareceres en el UAE, el curioso que apura los días de las vacaciones sesteando ante el televisor recibe una sorpresa:
¡Ataca Mikel Landa!
Ojipláticos, los curiosos despistados se llevan las manos a la cabeza.
Se preguntan:
–¿Pero Landa estaba corriendo en esta Vuelta?
Los otros, las gentes del landismo, collejean a aquellos despistados, les recriminan el despiste, se hiperexcitan pues Landa es historia viva de nuestro ciclismo y claro que estaba disputando esta Vuelta, claro que sí.
Y Landa, erre que erre, le arrebata 45 segundos al pelotón de cabeza y durante un buen rato (unos 25 kilómetros) se luce entre los bulevares de Bilbao y entre los bosques del Alto del Vivero hasta que transige, se queja de su espalda maltrecha desde el último Giro, se entrega y alcanza la meta entre los pelotones de descolgados, su lugar natural en esta Vuelta tan pobre de protagonistas españoles: el aficionado de nuestro país ya no tiene por dónde pillarla.
(Al fin y al cabo, el gran momento del landismo en estos días se había producido en vísperas del inicio, al desaparecer su maleta en el vuelo a Turín: “Igual tengo que pedalear la Vuelta con chanclas, se lamentaba Landa en las redes sociales”).
Cuando Landa transige, a 30 km de meta, Santiago Buitrago –compañero de aventuras del renacido vasco– persevera, sigue pedaleando por delante del paquete, pero para entonces el Visma ya es el Visma.
Es decir, un martillo pilón.
En el segundo ascenso al Vivero, a 25 km, prueba suerte Almeida, el superhéroe del UAE.
Acaso es ingenuo, acaso es imprudente, sus movimientos jamás desestabilizan al Visma: Vingegaard va armado hasta los dientes. Tiene a Campenaerts, tiene a Ben Tulett, tiene a Jorgenson y, sobre todo, se tiene a sí mismo.
Mientras el pelotón se afila, se prepara para un desenlace movido, un abanico de manifestantes comparece en la zona de meta en Bilbao, tiende banderas pro-palestinas y en contra del equipo Israel-Premier Tech y siembra la inquietud entre los ciclistas y entre los organizadores.
¿Qué hacer?
El entuerto se resuelve sobre la marcha. Se recorta la etapa, se acaba tres kilómetros antes, no hay ganadores del día y no hay daños mayores.
El desenlace es abstracto. Los ciclistas desembocan en una meta imaginaria. Policías y agentes de seguridad levantan las banderas en la autopista que desciende hacia San Mamés. Vingegaard y el fogoso Pidcock (este sí que ha apurado al danés en el ascenso a Pike; Vingegaard ha tenido que exprimirse para recuperarle la rueda) se detienen en algún lugar impreciso y así acaba el día: los dos fugados le arrebatan diez segundos al grupo perseguidor, el de Almeida, y la general se agita un pelín, tampoco demasiado.
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