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En una Cataluña en la que las banderas esteladas han sido reemplazadas en los balcones y las fiestas populares por las de Palestina, por esa necesidad de la menguante clase media catalana de sentir -en un mindfulness ideológico- que está siempre luchando contra alguna fuerza opresora y maligna, la figura de Puigdemont importa ya tan poco a los catalanes como un souvenir taurino en una tienda de ‘pakis’ de las Ramblas de Barcelona.
Puigdemont es el desgastado icono de un pasado sedicioso que las nuevas generaciones ‘Lamine Yamal’ apenas recuerdan o vivieron. Un procés que, además, las élites económicas han decidido olvidar, borrando todo rastro de complicidad, para que nadie, algún día, se le ocurra pasarles factura, y del que las bases de jubilados nacionalistas, contumaz falange del 1-O, finalmente han asumido que fue un engaño colectivo perpetrado por Puigdemont y Junqueras.
El descalabro del dirigente de Junts en las últimas elecciones autonómicas, tras el circo pactado de su reaparición, tocata y fuga, mostró los límites electorales del «presidente en el exilio» y la evidente decadencia de un político -cuestionado incluso por la vieja clase dirigente convergente y fiel a la familia Pujol– cuyo único activo y motivo de supervivencia es la necesidad que tiene Sánchez de conservar el apoyo de sus siete escaños en el Congreso.
Sánchez depende del fugado de la justicia, como Puigdemont necesita del presidente débil y sin mayoría, ya que despojado del protagonismo que le regala Sánchez sería otro olvidado huérfano del procés, como Torra, Mas o aquella Forcadell.
Esta relación de extrema necesidad -una amnistía mutua- justifica las concesiones del Gobierno a Junts y explica la precipitada reunión en Bruselas de Illa y Puigdemont, cuya indecente fotografía da un paso más en una de las exigencias de Junts al Gobierno: la amnistía política de Puigdemont. La plena restitución como interlocutor, independientemente de lo que decida el Tribunal Supremo con su imputación por malversación, y que exige como colofón un encuentro con Sánchez que no tardará.
Los réditos políticos más inmediatos de la escenificación de Bruselas son para Sánchez y Puigdemont, decididos a resistir toda la legislatura a pesar de su evidente debilidad. Mientras que a Illa, el tercer hombre, le ayuda a medio plazo en su intento de restaurar un pujolismo con el matiz práctico del PSC, normalizando por interés propio aquello que siempre debería ser combatido como una dañina anomalía: el nacionalismo. La existencia de un Estado catalán casi independiente dentro del Estado español, con su impunidad y privilegios, y donde el nacionalismo mantiene intacto el control de todos sus ámbitos y esferas.
En esta fidelidad a Sánchez, hasta el extremo de reducir la figura institucional del presidente de la Generalitat a la de vulgar camarlengo del sanchismo -límite que no se atrevió a traspasar Montilla con Zapatero– anida otro objetivo de Illa más a largo plazo: ser el relevo de su padrino político -Sánchez fue el que le colocó al frente del PSC, sacrificando a Iceta- y quien trate de culminar la mutación confederal del Estado en curso.