La película animada de María Trénor se inspira en la vida y la obra del mítico músico Robert Wyatt para reflexionar sobre el poder de la creación, la fascinación por las drogas, las relaciones autodestructivas y la necesidad de libertad Leer La película animada de María Trénor se inspira en la vida y la obra del mítico músico Robert Wyatt para reflexionar sobre el poder de la creación, la fascinación por las drogas, las relaciones autodestructivas y la necesidad de libertad Leer
La animación, toda ella, mantiene un particular y algo extraño compromiso con la realidad. Apreciamos la calidad de una película animada por su competencia no tanto para reproducir simplemente lo real como para recrear un mundo propio, dueño de sus reglas y hasta su propia alma, que, en último caso, nos ayude a descifrar el mismo mundo, el de todos. Pero eso, en verdad, vale para cualquier creación artística.
Mantenía Foucault en Las palabras y las cosas que el propio Quijote no es tanto carne enjuta sobre hueso largo, como solo signo. «Todo su ser no es otra cosa que lenguaje, texto, hojas impresas, historia ya transcrita. Está hecho de palabras entrecruzadas; pertenece a la escritura errante por el mundo», se lee. Y, a su modo, la película animada Rock Bottom, de María Trénor, no puede estar más de acuerdo. La suya también es la historia de un Quijote, la del músico Robert Wyatt, y, por la propia naturaleza de su arte, todo en su producción no son más que trazos, colores y, también, palabras entrecruzadas. Siempre es así en la animación, pero en su caso, más. Un paso más allá y desde la forzosa abstracción de la música, lo que cuenta es la construcción de un universo autónomo, completamente libre y, por ello, puro signo, símbolo perfecto.
«Desde el título queda claro. La música es el origen de todo este proyecto. No quería contar la historia de nadie ni de nada, aunque esté basada en las vidas de Robert Wyatt y Alfreda Benge. La idea era construir un espacio y un lugar nuevo desde lo que sugiere un disco tan emblemático como Rock Bottom», comenta la directora al otro lado del Zoom en Valencia.
Cuenta que hace tiempo («Calculo que hará 15 años»), uno de los productores le introdujo a la creación emblemática que Wyatt editó en 1974. Y, desde entonces, se quedó a vivir ahí. «Me fascinó. En verdad, mis gustos y mi formación son más clásicas. Me siento más familiarizada con la música del renacimiento por ejemplo. Digamos que llegué a Rock Bottom no desde la consciencia de un fan de su creador y del género, sino desde la extrañeza, que también fue fascinación. No soy experta en la materia, pero el rock progresivo mezclado con las texturas de electroacústico y mil elementos más me parecieron de lo más sugerente. Y, sobre todo, me facilitaban una completa libertad para abordar el proyecto», recuerda para ilustrar el origen de todo.
La historia es conocida y ya mito. Durante la preparación del álbum que da título a la cinta, una noche de principios del verano de 1973, Wyatt tuvo un accidente. Con el equilibrio algo afectado por el alcohol y quién sabe por cuántas sustancias más, el músico se cayó desde la ventana del baño de un cuarto piso y quedó paralizado de cintura para abajo. Desde entonces se vio obligado a contemplar el mundo desde una silla de ruedas. Todo cambió necesariamente. Y lo hizo, por fuerza, a peor. O no del todo. El propio Wyatt llamó al incidente el comienzo de su madurez creativa.
Lo cierto es que, seis meses después del fatídico vuelo al vacío, siguió trabajando hasta completar un disco a la vez desgarrador, irónico, profundo y, cuando quiere, felizmente liviano. La mayor parte de lo grabado, como el propio Wyatt reconoció, estaba ya compuesto con anterioridad, pero es imposible renunciar al poder catártico de un mito y éste nos dice que toda obra maestra bien merece un instante, por muy brutal que sea, de revelación.
«En realidad», precisa la directora, «mi idea fue ir hacia atrás. Mi interés estaba más en retratar una generación, la del fin de la era del amor, la de la agonía del sueño hippy… Y más cuando me enteré que desde la adolescencia, Wyatt había pasado largas temporadas en Mallorca, en Deià, al lado de Robert Graves».
Cuenta Trénor, y lo hace con detalle y gusto, que la madre del músico era amiga del autor de Yo, Claudio que fundó su particular Olimpo en el pueblo citado. Cuenta eso y cuenta que fue el viaje que obligó a hacer a su hijo hasta allí lo que le convirtió en el que finalmente fue. «Por lo visto, la única condición que ponía Graves a los muchos huéspedes que se alojaron en su casa era que fueran capaces de producir algo artístico y que lo exhibiera ahí. Un yerno del escritor por lo visto tocaba en un club de jazz y fue de ese modo que acabó por aprender a tocar la batería». Y la creemos.
En verdad, en Rock Bottom, la película, Deià y Mallorca funciona como un personaje más. Gusta el detalle con que está reproducido cada elemento de época con una precisión arqueológica muy cerca de la obsesión. Y mientras, la música dicta el pulso de las imágenes y sobre ellas se compone una especie de viaje obligadamente lisérgico al fondo de las cosas con fondo. Se diría que el aroma de la portada original del disco empapa toda la cinta. Quizá ese mar dibujado a lápiz por la propia Alfreda Benge desde la orilla de una playa idílica sea una reproducción consciente o inconsciente del propio espíritu de aquella isla que jugaba a ser libre en mitad de la dictadura de Franco. «No deja de ser irónico que los que buscaban la libertad en California y por ahí, la acabaran encontrando en una isla del Mediterráneo y mitad del franquismo. Imagino que esa contradicción alimenta también el drama. Y no deja de ser cómico», comenta Trénor.
La película acaba por convertirse en muchas cosas. Deudora (deuda que la propia autora reconoce) del arte de artistas como Pierre et Gilles por las escenografía barrocas y vibrantes y también de los impagables y siempre procaces retratos del underground a cargo del también animador Ralph Bakshi, Rock Buttom se transforma ante la mirada del espectador como lo haría un caleidoscopio infinito. «Me atrae mucho el arte del temática homosexual del siglo XX. En una película anterior, en ¿Con qué la lavaré?, utilizaba una pieza del renacimiento valenciano y sobre ella hacía un homenaje a los artistas homosexuales de finales de los años 70, justo después de la dictadura franquista. Esta película, pese a las distancias de las músicas, se parece mucho a ése que fue mi primer cortometraje en 2003», confiesa.
Pero, con todo, Rock Bottom no es ni quiere ser una pieza abstracta, por mucho que algunas de sus apresuradas descripciones periodísticas induzcan a pensar eso. Bob y Alif (las encarnaciones de Robert y Alfreda que, en verdad, no son ellos enteramente) viven un torbellino creativo en el que el talento y las drogas componen un ritual a la vez angustioso, febril, liberador y funesto. Todo junto. Por momentos, la pareja crece junta; a ratos la angustia de una mujer harta de los caprichos de un hombre toma la palabra; y al final se impone el rigor de un amor profundamente destructivo y exageradamente autodestructivo. Todo eso cuenta una película que acierta a componer su propio mundo tan lejos del mundo como cosido a él. Símbolo perfecto. «Me cuesta precisar el motivo de todo. Pero quiero creer que se trata de una reivindicación de la libertad, del poder del arte como acto de liberación», concluye Trénor.
– Por cierto, ¿su estudio está en Valencia? ¿Cómo vivió la riada?
– No. En verdad, yo también trabajo en un sitio aislado, en un pueblo al norte de Sagunto, Canet de Berenguer. Pero tengo que decir que todo lo que ha pasado en la riada tiene muchas resonancias en mi familia. Mi abuelo, Tomás Trénor Azcárraga, era alcalde de Valencia durante la riada de 1957. Y le cesaron cuando protestó ante Franco porque las ayudas prometidas se quedaron por el camino y no llegaron nunca.
Queda dicho.
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